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martes, 22 de junio de 2010

Guardianes- Monty Brox Capitulo 2



CAPITULO DOS


Lenguas de fuego acariciaban la pálida piel de los muros de la mansión Legrende. El negro humo que las llamas escupían tiznaban de gris las paredes y los cristales en su camino hacia el firmamento. Cassidy cayó de rodillas en el suelo al salir del laberinto y ver el horrendo espectáculo. No era un fuego hermoso como el que había ardido en el hogar del salón. Aquellas flamas lucían como monstruos. Devoraban su domicilio, sus cosas. Salían de dentro a fuera de la casa y en sentido contrario. Los focos incendiarios aun se diferenciaban. Se podía ver desde qué puntos las llamas iban avanzando. Como si se tratara de gusanos diabólicos, comiendo desde diferentes puntos una misma hoja verde de clorofila que desaparecía a su funesto y hambriento paso.

Cuando Gabriel logró alcanzarla, Cassidy estaba sentada en el suelo frente a él, mirando su hogar arder. La luz de las llamas la bañaban. El vestido rojo carmesí estaba rodeándola. Se abultaba hacia arriba emulando el capullo de una rosa fresca y Cassidy su pistilo. La encarnada tela y el pelo castaño de la chica lanzaban destellos dorados cobrizos, que bailaban alrededor y sobre ella al ritmo de las llamaradas movidas por el suave viento de la noche y las sombras de la macabra hoguera que ante ella se exhibía como un gigante poderoso y cruel. A pesar de lo cerca que ella se hallaba de la pira, las lágrimas eran tan abundantes, que el ardiente calor que golpeaba sobre su cara no lograba evaporarlas y el polvo de ceniza que arrastraba el viento se mezclaba con el salino torrente, tiznándole el rostro.

-Cassidy -la llamó Gabriel para alertarla de su presencia antes de acercarse más y volverla a sobresaltar.

La muchacha no se movió ni se giró para ver la procedencia de la voz que la llamaba. Por un segundo dejó de ver la mansión pasto del fuego. Se vio a sí misma desde fuera, tirada en el húmedo césped. Semi-enterrada entre las capas de tejido rubí que parecía cobijarla como una perla castaña en un cojín mullido de suave seda. Fue como una experiencia extracorpórea, como si se viera a través de los ojos de otra persona. Sintió pena, lástima y miedo por la chica que veía. Era extraño, aquellos pensamientos tampoco provenían de sí misma, eran como la narración que acompaña a una fotografía que le estuviera siendo mostrada. Sus propios pensamientos eran distintos a los que recibía en su mente. Ella no sentía lástima ni pena, ni miedo. Sólo puro terror y creciente horror que la paralizaba impidiéndole actuar y congelaba su sangre en contra punto al ardor que percibía toda su piel.

En un segundo todo cambió y ante ella no hubo nada. Sólo puro negro, del más oscuro y profundo. La casa y el grotesco show habían desaparecido. Giró la cabeza y la nada seguía extendiéndose delante de ella, y encontró el mismo vacío al alzar la cabeza. No fue hasta que llevó la mirada hacia sí misma que no cundió en el pánico más extremo. No podía verse siquiera a sí misma. Se tentó los brazos y el lloroso rostro y allí estaba.

“CIEGA” le gritó su mente asustada, aterrada. Estaba completamente ciega. Podía escuchar el crepitar del fuego, los chasquidos de la madera al quemarse, sentir el candor de las llamas, oler el humo, pero no podía ver nada. Podía percibir que la tragedia incendiaria seguía con su programa de actividades. Mordiendo con saña cada viga de la casa y sorbiendo cada cortina y dosel, como si fueran ricos espaguetis al pesto que rápidamente desaparecían en sus profundas fauces.

-Cassidy, soy Gabriel, voy a acercarme, por favor, no te asustes -escuchó que decían tras ella y se volteó con los brazos extendidos.

-Ga… Ga… briel… -sollozaba, dando pequeños pasos inseguros-. No veo.

A pocos pasos de él, Cassidy se pisó el bajo de su pomposo vestido y tropezó, sintiendo cómo el suelo se le aproximaba. Parando su rauda caída, dio contra el pecho de Gabriel, quien había corrido hacia ella tomándola en un fuerte abrazo.

-No veo. Briel… Estoy ciega -plañó sin consuelo entre bruscos tiritones-. Mis padres, Alexander, Will. Tienes que salvarlos. Yo no puedo, no veo.

-Tranquila, Cassy -le susurró entre dientes, intentando aparentar entereza, con la barbilla apoyada en su coronilla-. No estás ciega. Sólo… Yo…Tu vista volverá.

Gabriel estaba luchando contra la furia destructiva que trataba de librarse en él siempre que se dañaba algo que el amaba. Con el tatuaje del blasón de la familia Legrende en su nuca picándole como mil guindillas en la piel de la parte trasera de su cuello, cosa que indicaba que estaba errando en sus funciones de guardián, y la desesperación que le causaba toda aquella situación, lo único que pudo evocar para calmar a Cassidy fue…La nada.

-¡¿Me lo estás haciendo tú, Gabriel?! -gritó Cassidy, ofuscada y dolida, apartándose de él pero manteniéndose aferrada a sus fuertemente desarrollados bíceps.

-Lo siento no pude hacer otra cosa -se disculpó, y Cassidy sintió que él inclinaba la cara hacia ella para hablarle-. No quiero que veas el horror que yo veo. -La voz de Gabriel sonaba rasposa y entrecortada-. Quería evocar otra imagen pero… no me salía ninguna.

-Devuélveme la vista, Gabriel -ordenó, tensa, Cassidy-.Tenemos que entrar y sacarlos a todos.

-No podemos. Tenemos que irnos antes de que esta cosa me vuelva loco.

El brazo derecho de Cassidy se estiró asido al de él cuando Gabriel se llevó la mano a la nuca para rascarse. Su tatuaje ahora le estaba abrasando.

-Te pica porque estás aquí parado -le reprochó Cassidy-. Una vez que entremos a salvarlos esa cosa dejará de molestarte.

Gabriel no hacía referencia a la marca que le señalaba como soldado guardián de la familia Legrende, al decir que la cosa le estaba volviendo loco. Ni a la imperiosa necesidad de hacer dos cosas a la vez: huir con Cassidy para ponerla a salvo y correr hacia la casa. Lo que realmente le estaba desquiciando era el hecho de tener que retener a la bestia que crecía dentro de él y que le pedía acercarse al domicilio en busca de los pirómanos causantes de aquella macabra desgracia. Él no sería un experto en incendios pero sabía, por como los diferentes focos se iban fusionando unos con otros, que ningún agente de seguros hubiera firmado por que aquel fuera un fuego accidental. Su lado más primario quería entrar, retorcer y machacar, hasta hacer polvo de tuétano con los causantes. Pero no podía.

Con suma delicadeza, se deshizo de los dedos de Cassidy que se clavaban con desesperación en sus brazos. Dio un paso hacia la casa mientras Cassidy se giraba rápidamente para buscarle, tanteando con las manos el negro espacio que ante ella se exponía. La tinta negra y la pigmentación de oro que confeccionaba el dragón tatuado en la parte posterior del cuello de Gabriel parecieron colear, haciéndole sentir que miles de cristales se derretían chorreando desde su nuca en dirección a su espalda. La sensación de vidrio fundido deslizándose entre sus omoplatos empeoró cuando dio un paso más, alejándose de Cassidy. Al regresar junto a ella, fue como si le pasaran un trapo rasposo por la piel herida por el acido abrasador, dejando un gran escozor pero parando la ilusión del correr de la lava que procedía del sello familiar estampado en su cuello. Al menos ya tenía una cosa clara, su deber: permanecer junto a ella. Tomándole la trémula mano, anduvo medio metro hacia la casa. El dragón de su nuca volvió a sudar aquellas odiosas gotas lacerantes. Estaba claro, pero aun así tenía que probarlo. Ahora había quedado claro. Tenía que alejarse de la casa con ella. Sólo el no oír voces pidiendo auxilio o gritos de dolor procedentes de la barbacoa infernal en la que se había convertido la casa le relajó. Allí dentro no había nadie. Todos habrían corrido a refugiarse en el búnker desde la entrada oculta tras las paredes de la bodega del sótano del señor Legrende.

Como si Cassidy hubiera recibido aquel pensamiento directamente de la mente de Gabriel, recordó. La pared con cuadrícula a rombos de madera lacada, las cientos de botellas etiquetadas, la pobre luz de la lámpara de bombines amarillos. Prácticamente pudo ver cómo Will usaba sus fuertes brazos para despegarla de la pared y cómo sus padres, Alexander y él pasaban a través del hueco que quedaba al retirase. Cassidy no fue consciente de lo extraño que era que ella pudiera imaginarse esa escena con sumo detalle. Sabía de un pasaje secreto que llevaba desde la bodega hasta el búnker familiar. Conocía dónde se hallaba el acceso. Pero jamás había visto esa pared de botellas deslizarse para dejar a la vista las escaleras que daban a los pasadizos que conducían al refugio. Y sin embargo, en su mente podía verlo como si hubiera usado esa vía de escape mil veces.

-Todos estarán bien -suspiró la chica aliviada-. Vayamos a reunirnos con ellos.

Cassidy no podía verlo, pero Gabriel la miró sorprendido por su cambio de actitud. Percibiéndola mucho más calmada, comenzó a dejar que la luz filtrara en su mente a través de su vista. Cassidy empezó a notar filos rojizos y anaranjados por el rabillo del ojo. Su vista periférica estaba volviendo. Aprisa se aferró a los brazos de Gabriel.

-No, Briel -suspiró ella, agachando la cabeza-. No quiero ver más de esto. Sólo guíame -le pidió, soltándose para tomarle la mano.

Gabriel posó ambas manos a los lados del rostro de Cassidy, llevándose la de ella con los dedos entrelazados a los suyos. Con los pulgares la acarició, limpiando con el paso de sus yemas el hollín que surcaba sus pómulos. Muy despacio apartó de la mente de Cassidy la bruma negra que la cegaba hasta que Cassidy fue capaz de vislumbrar su hermosa faz ante ella.

Gabriel, sólo Gabriel, era lo que ella podía ver. Una triste sonrisa cincelada en sus carnosos labios apretados hasta sólo ser una línea blanquecina. Y en sus ojos, la mayor desolación que Cassidy había visto en sus dieciocho años de vida, rodeaba de rojo el azul de las aguas paradisíacas de los ojos de su guardián, empañándolos.

Qué gran mentira esa de que los de su especie no podían llorar. Frente a ella, dos diamantes gemelos caían silenciosos por las mejillas de Gabriel. Así eran las lágrimas de los vampiros, genérico que jamás era aceptado por ninguna de las diferentes clases de ellos por meterlos a todos en el mismo saco. Escasas, preciosas y dolorosas, algo similar a que de tus lagrimales salieran cristales puntiagudos. Casi sólidas, en contacto con piel ajena a su dueño se volvían aceite cristalino con olor a mar. Cassidy tomó una de ellas, retirándola con su dedo índice. Gabriel le atrapó la mano y condujo su delicado dedo con la preciosa gota al rostro de ella. La lágrima con su tacto helado calmó el ardor de la mejilla de la chica. Cassidy pudo sentir cómo el tizne de su rostro desaparecía cuando él extendió la gota en una caricia. El propio Gabriel tomó la lágrima que quedaba sobre su otro pómulo y repitió la tarea de limpieza sobre la piel grisácea por el humo y la ceniza de la otra mitad del rostro de Cassidy.

-¿Seguro que prefieres no ver nada?

Cassidy asintió, intentando llevar una sonrisa a su boca, pero le fue imposible. En lugar de ello, una mueca de dolor se plasmó en su gesto.

La voz torturada de Gabriel le hizo recordar que en todo momento, incluso mientras se daba aquel gesto de íntimo cariño tan bonito como inapropiado protocolariamente entre un guardián y su protegida futura Opyer, la casa seguía ardiendo con todos sus recuerdos y objetos queridos. Y lo peor de todo, aunque era muy seguro que su familia estuviera a salvo, no era una certeza al cien por cien. Cassidy únicamente pudo asentir pues el nudo que había comenzado a oprimir su garganta no la dejó hablar y había hecho que sus mundanales lágrimas humanas encharcaran su cara. Sin saber muy bien por qué, una fuerza mucho más fuerte que su voluntad o su arraigada formalidad, hizo que Gabriel repitiera el gesto. Con sus fuertes y amplias manos, cubrió el rostro de la chica, llevándose con él todo el salino líquido que regaba su piel. Cassidy respondió como una vampira que llevara siglos viviendo y realizando sus ceremonias, y las conociera al dedillo. Alzó las manos y posó sus palmas sobre los nudillos de Gabriel. Llevó las manos de él a su apenada faz, dejó que las lágrimas pasaran de las manos de él a su piel y después ella misma las extendió, para con delicadas caricias dispersarlas por las mejillas del guardián.

Nadie le había explicado a Cassidy qué representaban aquellas caricias. Pero lo supo de inmediato como si alguien se lo hubiera susurrado al oído. Los que compartían el dolor que había hecho que las lágrimas brotaran. Con el intercambio se ofrecía un consuelo mutuo de igual a igual, aunque esta ayuda trajera más sufrimiento para uno mismo. Era una promesa.

“Tu dolor es mi dolor. Y derramaré tantas lágrimas como sea necesario para limpiar el sufrimiento de tu alma.”

No, no era muy apropiado que un soldado compartiera esa promesa con una futura Opyer, la primera en la línea sucesoria al trono. Aunque Cassidy no captó ese detalle en su interior y, pese a que Gabriel conocía lo inadecuado de ese gesto, tampoco percibió ardor alguno en su marca de guardián que le indicara que estaba faltando a sus funciones de custodio. Poco a poco Gabriel fue bajando la intensidad de la luz que había implantado en la negrura creada para proteger a Cassidy en su mente hasta que ella volvió a quedar a oscuras. Tomando en brazos a la chica, Gabriel anduvo con paso lento e incurrió en el laberinto de setos de más de dos metros. Recorrió los pasadizos mientras agradecía en silencio el olor a suelo y hojas mojadas y frescor que desprendía el laberinto. Era como si su nariz estuviera recibiendo un baño de sales aromáticas y clorofila que le limpiara las fosas nasales del apestoso olor de la indecente lumbre que a seguro unos Vampir habían hecho con el hogar de Cassidy.

Ella permanecía en silencio con la cara hundida en la curva entre el cuello y el amplio hombro de Gabriel, aspirando el aroma de la piel de su fiel guardián. No sabía cuán cerca del humo había estado él, pero la pestilencia no se había aferrado a su ropa o a sus cabellos. Gabriel olía a aire limpio, justo como una tarde soleada en un bosque de robles. Madera noble recibiendo los rayos del sol. Fresco y acogedor al mismo tiempo. Con los brazos le rodeaba el cuello y acariciaba el relieve de su tatuaje en la nuca. Tenía esa costumbre desde que era pequeña y él, o cualquiera de sus compañeros, la abrazaban para consolarla. Recorrer con sus dedos los suaves contornos del escudo Legrende siempre la habían calmado y otorgado una paz similar a un chocolate caliente en una enorme taza un día lluvioso y frío.

Era un consuelo para sus sentidos y su alma haber dejado de escuchar el chisporroteo de la madera. Las pisadas de Gabriel resonaban firmes en la gravilla de los pasadizos y las hojas silbaban a su paso. Cassidy fue saliendo gradualmente de su ceguera. Pudo ver cómo tras ellos desaparecía el camino flanqueado por altos y cuidados matorrales. Separó el rostro de su escondite en el hombro de Gabriel para mirar al frente. Ante ella se encontraba la plaza central del laberinto. Justo en medio de una circunferencia con un radio de más de diez metros, la majestuosa estatua que la presidía. Mármol gris, limpio. Sin manchas de humedad, defecaciones de palomas o cualquier otra imperfección que se diera en los comunes monumentos del mundo de los humanos. Aquella fiera marmórea brillaba a la luz de la luna. Reflejando cada uno de los destellos que el satélite le enviaba. Sin una sola hoja de hiedra que corrompiera la inscripción de la base a los pies del dragón.

Gabriel dejó que los pies de Cassidy tomaran tierra firme y ella, como una sonámbula, se dirigió al dragón alabastrino. Del mismo modo que acariciaría a una mascota amada, Cassidy pasó sus manos por el lomo de la criatura erguida a dos patas. Aquel animal de fantasía representaba todo cuanto ella adoraba en la vida. Sus padres, sus guardianes, su hogar, su familia, su sitio en el mundo. Quienes le dieron vida la abandonaron al nacer en “vete tú a saber dónde”. El solemne dragón simbolizaba a cada uno de los seres amados que la habían acogido entre ellos y le habían regalado la vida y el cariño que sus progenitores biológicos le habían denegado.

Su rubio guardián le rodeó la muñeca con su mano a un metro tras ella. Cassidy se volvió para mirarle a los azulísimos ojos. Le miraba con ansia. La misma inquietud que él captaba en los ojos color miel de ella. Ambos estaban expectantes por volver a reunirse con sus seres queridos y poder al fin respirar tranquilos. Gabriel tiró de ella hasta posicionarla junto a él, la abrazó pegándosela a su duro pecho y la besó en la coronilla. Apartándola gentilmente, se acercó a la estatua, se arrodilló frente a ella e hizo una inclinación honorífica de cabeza hacia la inscripción.

“Legrende. Sólo sabemos vivir sobre dos pies.”

El mensaje implícito estaba claro. Jamás un Legrende se postraría sobre sus cuatro extremidades. Ante nadie o ante nada. Y así lo confirmaba su escudo: un dragón erguido sobre sus patas traseras y con las delanteras bien en alto, listo para luchar, o vivir, en esa posición.

Después de presentar sus respetos al emblema de la familia a la que servía, Gabriel posó sus nervudas manos sobre la base de la estatua y la empujó como si fuera de escayola y pesara dos kilos. Ni gota de sudor o tensión en sus músculos por el esfuerzo. Bajo la estatua existía una trampilla, de unos cuatro metros cuadrados, con aspecto de ser de acero. Gabriel miró a su alrededor para asegurarse de que no había más pares de ojos de los debidos. Rodeó con sus largos y fuertes dedos la argolla a uno de los lados del cuadrado de metal y tiró de ella. Nadie creería que lo que Gabriel estaba levantando con tanta despreocupación era una puerta blindada que pesaba más de cien kilos. La mantuvo alzada al tiempo que ofrecía su mano a Cassidy para que se acercara. Ella con pasos indecisos la aceptó y apretó contra la suya, mientras que con la otra levantaba su falda para no pisársela al comenzar a descender los peldaños que ante ella se mostraban hincándose en la penumbra de la tierra.

Sin soltarla, Gabriel bajó la trampilla encerrándolos en la oscuridad. Se detuvo unos instantes para crear la falsa visión. Para cualquier humano que se acercara, la estatua estaría sobre la puerta de acero, ocultándola y no a unos metros de ella. Más tarde pediría a Hardy que saliera y la colocara en su sitio. El guardián con pinta de surfero californiano, era el único que podía hacerlo y después transportarse dentro. Cassidy permanecía aferrada a la mano de su guardián, la cubría con sus dos palmas y sin darse cuenta le estaba clavando las cortas uñas en ambas caras.

En la oscuridad sintió cómo su cuerpo cedía bajo el peso de Gabriel que la oprimía contra la pared, pecho con pecho. Pocas veces se daba un contacto tan… ¿directo? Entre ella y el más rubio y grande de sus cuidadores. Con Alex se había revolcado sobre el césped, el suelo, la cama y cualquier superficie posible en sus juegos de hermanos. Con Hardy sucedía lo mismo. Conocía lo que era sentir el peso de sus cuerpos sobre ella, en simulaciones de peleas con Hardy, peleas reales con Alexander y muestras de afecto efusivas que los llevaban a caer y rodar por el suelo, con ambos. Pero con William y Gabriel era diferente.

William era demasiado protocolario, sus muestras de cariño o sus juegos siempre eran más del tipo cortes. Y el dulce Gabriel siempre se movía alrededor de ella como si fuera un elefante en una tienda de cristal Swarovski y Cassidy la figurita más cara y frágil de la exposición. La abrazaba, sí, pero siempre con miedo de excederse en la fuerza que invertía en el gesto. Gabriel nunca se fió de sí mismo y el control de sus enormes músculos. Así como jamás confío en saber medir la cantidad justa de kilos que apresarían a Cassidy si él emulaba los juegos de ataque y derribo de sus compañeros.

Cassidy dio por sentado que sería eso, el hecho de nunca haber sentido con tanta claridad la envergadura de Gabriel, que su respiración se alterara al sentir ese contacto tan directo. Otra cosa no podía ser. Había dormido, llorado, leído e incluso un par de veces había merendado, rodeada por aquella majestuosidad de cuerpo durante… toda su vida. Aunque siempre era él quien la sostenía a ella y no al revés, como estaba pasando en esos momentos. Sí, debía ser la novedad del intercambio de presiones lo que estaba haciendo que su cuerpo prácticamente burbujeara encerrado entre la pared y Gabriel.

No tenía nada que ver con el hecho de que los pectorales que oprimían los suyos fueran amplios, marcados y más voluminosos que los de la propia chica. O que fuera capaz de contar los abdominales de él, sólo por el tacto que percibía su liso estomago bajo el corsé. Ni lo recio de las caderas que se encajaban con las suyas sobrepasándola por ambos lados por más de veinte centímetros, ni porque él le sacara más de dos cabezas de altura y que, de haber habido luz, sus amplios hombros se la hubieran estado ocultando con su envergadura, ni que sintiera una tibieza contagiándose de su cuerpo al de ella. No, que va, Cassidy no se paró ni por un momento a pensar que su errática respiración fuera causada por ninguna de esas cosas. Aunque comenzó a plantearse que algo de su reacción estaba fuera de lugar cuando fue consciente de que no le importaba el desconocer cuál podía ser el motivo por el cual Gabriel la estaba apresando contra la pared, y que sólo le molestaba la idea de que pronto se retiraría. Y así fue.

-Perdón -se apresuró a disculparse Gabriel cuando al hacerse la luz se separó de ella y la miró con preocupación en el rostro-. ¿Te aplasté? Es que no encontraba el botón.

Cassidy negó con la cabeza y siguió los ojos de Gabriel hasta ver a qué se refería. Justo a unos veinte centímetros a su derecha sobre su cabeza había un enorme interruptor. El cual había insuflado vida a los cientos de fluorescentes que ahora iluminaban lo que parecía un larguísimo túnel de metro. Era raro porque, aunque Cassidy nunca habría admitido barajar causas ajenas a la novedad de que Gabriel no fuera extremadamente cuidadoso con ella a la hora de buscar el pulsador de la luz, en ese momento se sentía y se sabía ruborizada. ¿Por qué? Según ella no había motivos, pero de todos modos no pudo evitar avergonzarse.

-Te hice daño, ¿verdad? -murmuró, enfado consigo mismo Gabriel-. No tenía que haberme…

Ella negó con la cabeza y se escondió en la tarea de estirazar los pliegues de su vestido. Mientras él la miraba avergonzado por su torpeza, tendiéndole una mano para que le siguiera en el descender de la escalinata, ella se quedaba paralizada en la misma posición que la había dejado contra la pared. Cualquiera diría que Cassidy se había quedado embobada pensando en algo, que según ella misma no tenía ninguna importancia.

Diciéndose a sí misma que era una idiota por pararse a autoanalizarse mientras su familia los esperaban en el búnker, al mismo tiempo que hacía que su bondadoso guardián se preocupara y avergonzara, tomó aire y bajó un par de peldaños. Llevó su mano hasta la de Gabriel, le dedicó una enorme sonrisa para tranquilizarle y con un tironcito le incitó a que emprendiera la marcha. Juntos de la mano caminaron a lo largo del extenso túnel de forma semicircular. Las paredes eran curvas de cemento gris, y por su bóveda corrían paralelos multitud de claves. La humedad que allí había era de una clase poco corriente. Era humedad fresca como de rocío. El aire no estaba viciado ni se escuchaba el tintineo de una sola gotera o el correr de pequeños roedores que cualquiera hubiera esperado. La galería a pesar de ser totalmente anodina y gris, con el chasquido y el zumbar continuo de los fluorescentes, se veía impoluta. Cassidy se sentía como si fuera a un lugar seguro, que era lo que se suponía que estaba haciendo. No entrando en las catacumbas que recorrían la tierra bajo su casa hacia algún lugar sórdido y tenebroso como había esperado sentir. Que Gabriel fuera a su lado en silencio, marcando un paso lento y sosegado, sin quitarle ojo de encima, ni volver la vista atrás aumentó el efecto de tranquilidad en ella.

Tras girar en varias esquinas y tomar algunas intersecciones en direcciones que Cassidy no se molestó en memorizar, llegaron a su destino. Una enorme puerta revestida con panales de nogal teñidos con un oscuro barniz, del que casi se podía imaginar su olor cuando la madera fue recubierta. Gabriel se paró frente a ella. A derechas e izquierdas el subterráneo continuaba, por un lado en la dirección de la que ellos provenían y por el otro hacia la entrada que estaba oculta tras la pared de vinos añejos del señor Legrende en el sótano.

-Esto no me gusta nada -murmuró Gabriel tras llamar varias veces a la puerta y que nadie contestara.

Con cuidado colocó a Cassidy tras de él, ofreciéndose de escudo entre la puerta y ella. Un aire peligroso se instauró en sus movimientos cuando giró la cabeza a ambos lados del pasadizo para comprobar que nadie más que ellos dos se encontraba allí.

La extraña, y a la vez familiar, sensación de que alguien había dado al play de un DVD instaurado en su cabeza volvió a apoderarse de Cassidy. La ancha espalda de su guardián desapareció de su vista. Ahora ante ella se hallaba una enorme habitación. Las paredes estaban decoradas con papel pintado en tonos grises y plateados. En el centro una enorme cama redonda de más de cinco metros de diámetro, con un millar de cojines de satén en multitud de tonos dorados con varios edredones de plumas cuadrados cruzados pulcramente sobre esta.

Ahora la cosa pasó de ser una imagen fija, a convertirse en una especie de vídeo interactivo. De esos que encuentras en las páginas web de las inmobiliarias, que te muestran la perceptiva en trescientos sesenta grados de una estancia en venta. Cassidy vio pasar ante ella todo un recorrido por los rincones del lugar. Una pila gris perla y elegante sobre la cual había un espejo enmarcado en bellísima forja negra. Una mesa de comedor para seis. Madera negra, pulcra y con unas patas talladas laboriosamente para ella y sus seis sillas. Sobre la cual había una lámpara de las que simulan a los candelabros en fino cristal con una docena de brazos. Una estantería repleta de libros engalanados en piel de colores profundos. Una pequeña nevera de estilo art-decó. Una pequeña cadena de música, un televisor plano, un microondas. Todo en material cromado. Un elegante guardaplatos del mismo material que la mesa. Un escritorio francés con su silla a juego, forrada en terciopelo rojo sangre. Y como banda sonora una línea de pensamientos que no pertenecía a Cassidy ni a ningún agente inmobiliario que tratara de venderle el elegante espacio.

Ningún comercial hubiera usado esas sensaciones para pretender embolsarse la presumiblemente alta cuantía que cobraría en concepto de comisión por aquel sitio. El reloj que iba del suelo a la mitad de la pared estaba cerca de dar las cinco. El sol estaba a punto de salir. Pero, aunque la habitación no tuviera ventanas, era luminosa. Aun así, los sentimientos que acompañaban a esa visón eran lúgubres, de soledad, abatimiento, pesar, preocupación y creciente ira. Cassidy se estremeció con aquel sentir que no provenía de su psique. Gabriel, al notar su sobrecogimiento, se giró rompiendo el contacto físico para mirarla preocupado. En ese momento fue como si alguien hubiera tirado del cable que conectaba el centro neurálgico de Cassidy con su proveedor de imágenes. Ante ella sólo se veía el rostro tremendamente cansado de Gabriel. ¿Cansado? Ella no recordaba haber visto jamás ese tipo de agotamiento en Gabriel, ni en él ni en ningún miembro de su familia. Pero claramente aquel no estaba siendo un día corriente.

-¿Estás bien Cassy?

Ella asintió mentirosa con la cabeza. Si en lugar de ser Gabriel hubiera sido el guapo, moreno y elegante vampiro que ella había tomado por hermano, no se hubiera tragado aquel embuste. Alexander, con su astuta mirada casi blanca y su perspicaz personalidad, le hubiera pedido que le fuera con ese cuento a otro. Cassidy era parlanchina por naturaleza y sus últimas cuatro respuestas habían sido dadas en silencio con sólo movimientos de cabeza. Hardy hubiera hecho un chiste para relajarla. Will le habría insistido cariñosamente en que hablara o la hubiera tocado para saber el porqué de su mutismo. Alexander se hubiera recolocado el pelo, bufando desganado, sólo con la esperanza de que, si no se le pasaban sus inquietudes, acudiera a él más tarde, cuando estuviera lista para contárselas. Pero Gabriel, su Briel, sólo le ofreció un silencioso abrazo hasta que dejó de temblar.

Cuando Cassidy pareció calmarse, él se apartó de ella y se volteó para introducir el código numérico en la cerradura electrónica. La puerta soltó un largo resoplido. Al abrirse dejó salir la claridad por los cinco centímetros que se había separado de su jamba. Él la empujó suavemente hasta abrirla por completo. Como él había temido, no había nadie allí dentro. Tuvo que sostener a Cassidy, pues al quedar expuesto el interior ella pareció flojear. Gabriel lo achacó a que estaba tan desolada como él al no encontrar a su familia dentro. Pero en realidad ese pensamiento llegó en segundo lugar a la mente confusa de Cassidy. Lo que realmente la había impactado era que la habitación luciera exactamente igual que como ella había imaginado. ¿Imaginado… o visto… o presentido?

Gabriel la guío despacio hasta la cama redonda y la hizo sentarse en el borde antes de tomar asiento junto a ella. Cassidy permaneció en silencio y los dos recorrieron la estancia con los ojos. Pero no buscaban lo mismo. Ella buscaba similitudes o diferencias con lo que había visto cuando tenía la cara pegada al omóplato de Gabriel antes de entrar. Él, por el contrario, andaba a la caza de algún signo que le indicara que recientemente alguien había estado allí.

La rodilla de Gabriel, sobre la que descansaba la mano de Cassidy fuertemente asida a la de su guardián, comenzó a botar. La chica se frotó los ojos con su mano libre, pues todo comenzó a verse como si alguien hubiera tendido paños de seda translúcida de color rojo sobre las múltiples fuentes de luz artificial del lugar. Un pitido molesto comenzó a sonar en sus oídos, subiendo de intensada a cada instante. En imágenes superpuestas sobre el fondo de la habitación, ahora teñido de rojo: sus padres en casa. Alguien atravesaba el ventanal que iba del suelo al techo junto a la mesita de té. Saltaba tras su madre y… ¡Oh, por Dios! Le rebanaba el cuello y su padre caía muerto, fulminado al instante frente a ella, golpeando al caer con su cabeza en la mesa. Alexander, que había estado sentado entre los dos, se levantaba para atacar al intruso. Pero el enemigo de rostro difuminado y ensombrecido le asestaba un golpe mortal de cuchillo en el corazón. Al tiempo, William era retenido por otro atacante y…

Cassidy dejó de ver la macabra escena. Enjuagándose los ojos, miró a la habitación en la que se encontraba. El filtro rojo había desaparecido junto con las grotescas imágenes de su familia siendo asesinada. La estancia volvía a lucir sus tonos negros, grises y dorados. Cassidy miró a su derecha, tenía que contarle a Gabriel lo que había visto. Quizás él sabía por qué le llegaban esas cosas. Quizás estaba conectada con sus padres bajo algún hechizo similar al encantamiento que habían creado para que ella viera al gato del infierno. Pero junto a ella no había nadie.

No podía precisar en qué momento, pero Gabriel se había puesto en pie, soltado su mano. En ese instante se encontraba descargando una incontrolable furia contra el finísimo mobiliario del búnker. Gritaba colérico y su figura se desdibujaba por los rápidos movimientos de golpeo y barrido. Acometía y embestía contra todo. Sus fieros alaridos se entremezclaban con los estallidos y crujidos de los objetos al caer al suelo o los muebles cediendo en astillas bajo sus puños.

Cassidy no podía entender nada pues hablaba en su lengua paterna. Gabriel era fruto de la unión entre un fuerte polaco y una bellísima francesa. Y los conocimientos de polaco de Cassidy eran escasísimos. “Maly księżna, pequeña princesa”, “Drogi Cassy, querida Cassy” y cosas por el estilo. Gabriel sólo usaba ese idioma cuando estaba disgustado y apenas había pronunciado palabra delante de ella. Normalmente, cuando hablaba en algún idioma que no fuera el suyo, prefería hacerlo en francés. Pero en ese momento se dejaba la garganta en polaco y a Cassidy no le hacía falta un diccionario para imaginarse lo que estaba vociferando rabioso.

Por la casa siempre corrieron rumores de que no era buena idea hacer enfadar a Gabriel en serio, o lastimarle en lo profundo de su alma. Algunas veces, cuando él y Alexander discutían, todos menos Will se escabullían de la sala, no sin antes asegurase de llevarse a Cassidy con ellos y de que Will cumpliría con su tarea de sacar a los dos lejos del hogar. Frente a ella se mostraba por primera vez el motivo de estas medidas de seguridad. Visto en vivo y en directo, Gabriel en pleno ataque de furia era aterrador.

Lo que hubiera llevado a cualquier ser con un mínimo de instinto de supervivencia a alejarse de él y convertirse en una calcomanía que se confundiera con el estampado de enredadera del papel pintado de la pared al otro extremo del cuarto, hasta que se calmara. Pero es difícil tener un concepto válido de supervivencia cuando te has criado con gente que traspasa las paredes, cambia de edad a su antojo, saca bandejas del horno sin guantes o derriba árboles “sin querer” jugando al rugby.

-Yo también lo he visto Briel.

Cassidy estaba de pie junto a él a un escaso y peligroso metro de distancia. La frase había sido susurrada con la justa potencia para alcanzar los sensibles oídos de Gabriel por encima del estallido de la minicadena de música al caer contra el suelo. Pero no hubo reacción alguna por la mole que arrasaba todo el lugar, embravecida. Cassidy repitió su llamamiento una y otra vez, siguiéndole por el perímetro de la habitación mientras el demolía toda la decoración a su paso. Gabriel trataba de alejarse de ella. No podía parar en su destrucción. No quería parar. Y lo más racional que su cerebro llegaba a conjugar era la intención de apartarse de ella para no dañarla. Pero Cassidy se empeñaba de manera sumamente temeraria en seguirle allí donde él fuera que mudara su ira. Requiriéndole, agobiándole.

-Dosyć malola! -gritó, Gabriel mirándola con los ojos enrojecidos y las manos en alto por encima de su cabeza.

Cassidy a punto estuvo de caer de culo de la impresión. No conocía el significado de lo que su Briel le había gritado. Pero segura, como que el sol estaba saliendo afuera, que lo que él le había dicho no era de su agrado. Ella le tiró del brazo cuando él se volvió para seguir con sus deberes de Hulk.

-¡He dicho que basta, niña! -le volvió a bufar, esta vez sin siquiera voltearse para encararla.

Las mejillas de Cassidy comenzaron a arder y esta vez el motivo era claro, la rabia se estaba apoderando de ella también. La rabia, el miedo, la pena y la frustración. Como niña malcriada y consentida que era, sabía jugar perfectamente al despotismo si era necesario y los berrinches eran su fuerte.

-¡Te estoy diciendo -graznó, afónica por el llanto- que he visto a mis padres y a mi hermano morir junto a William! Tú eres el único que está aquí, y como guardián mío te exijo que me atiendas. Tu rabia puede esperar, mi consuelo es la preferencia. Gabriel se volvió de inmediato para lanzarle una mirada gélida con sus ojos cobalto. Ella suspiró derrotada y siguió hablando mientras las lágrimas se hacían paso entre sus palabras, embarullándolas hacia el final-. Cumple, Gabriel. Cumple con tu obligación. Te… te necesito. Necesito a mi Briel ahora.

Cuando los sollozos no le dejaron continuar con sus exigencias se dejó caer, sentándose sobre sus tobillos en el suelo, acunándose la cara. En ese preciso instante la impresión de que el blasón familiar se derretía vertiendo ácido corrosivo desde su nuca hizo a Gabriel salir de su violento trance. Tembloroso por el pesar, se acuclilló frente a la chica y le separó las manos de la cara para con su dedo índice levantarle el rostro.

-Lo siento, Cassy -se lamentó él, buscándole la mirada-. Lo siento tanto…

La muchacha no rebatió para que repitiera sus disculpas, solamente dejó caer la cabeza abatida en su hombro y lo abrazó con fuerza tirando de él. Gabriel se alzó con ella colgando de su cuello y la depositó en la cama. La chica se había convertido en una muñeca de trapo, se dejaba hacer. Con ternura Gabriel le colocó las almohadas bajo la cabeza y la arropó, doblando uno de los edredones de plumas sobre ella, sin dejar de repetir sus disculpas.

-¿Qué viste, petit? No pudiste ver nada, yo no vi nada y no me separé de ti. Cuéntaselo a tu Briel, querida.

Cassidy, entre hipos y sollozos, le dio la respuesta a su pregunta. Y a todas las que vinieron después. ¿Dónde lo vio? ¿Cuándo? ¿Cómo? Tras la larga explicación, durante la cual Cassidy recuperó algo de su compostura, Gabriel parecía haber perdido color. Se mecía los cabellos dándose pequeños tirones y murmuraba frases inconexas para sí mismo. La escena era exactamente igual a la que él había imaginado cuando llegó a la conclusión de que sus compañeros y sus señores debían estar muertos al descubrir el refugio vacío. A su lógica no escapó la coincidencia de las otras tres visiones extrañas que había tenido Cassidy esa noche. La muchacha le había descrito cómo se había visto a sí misma en el jardín, postrada ante su hogar ardiendo, cómo vio a su familia entrar en los pasadizos y cómo antes de entrar en el búnker ya sabía cómo era. Sin obviar los pensamientos o sensaciones de tristeza y pesar que habían acompañado a sendas experiencias, sumado todo al presentimiento de familiaridad que percibía al recibir de ese modo las visiones. Para Gabriel todo casaba, pero seguía sin tener sentido alguno que aquello estuviera pasando.

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Weno aki esta la continuacion de "Guardianes" de mis sister "Monty" del blog "Mas que Vampiros" perdon x la demora la semana pasada no estube los dias de publicacion u.u el motivo ia lo saben asi k aki esta el cap completo disfrutenlo y comenten chikass ^^ la historia es buena io misma la leo ^^
Ahhh les iba a comentar k cambiare el dia la prox semana de Guardianes al Jueves okas pero se seguira poniendola asi k mi sis espera sus comens ^^ cuidensen nos leemos byess

]*Mosha*[

1 comentario:

  1. wow estuvo genial el capitulo
    espero que pronto subas el numero tres
    quiero saber que mas pasa, pero tambien que no se te olvide poner el otro capitulo
    de este blog, uy que ya sea el baile jeje

    XOXO, XD

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